ESTAMPAS
Paula Vargas (*)
Debo confesar que esta es una visión que a veces se me presenta como ajena y poco realista. Probablemente porque vengo de un hogar donde tanto la función de proveer dinero como la administrar estaba equilibrada. Mi mamá fue una mujer profesional e independiente económicamente, que ocupó importantes posiciones dentro de la industria en la cual se desarrolló, casualmente en el área de las finanzas. Todo esto tuvo un impacto en mí, tanto como mujer como profesional. Nunca he pensado que, en el ámbito del dinero, las mujeres, están en una posición de desventaja respecto a los hombres.
Sin embargo, el mundo no es así. Las brechas de género son una realidad, su origen y repercusión es diverso, impactando incluso el nivel de desarrollo de la economía de los países.
Según Naciones Unidas, una de cada tres mujeres casadas en países en desarrollo no tiene control sobre el gasto de los hogares en compras importantes y una de cada diez no es consultada sobre cómo se deberían utilizar sus propios ingresos.
Si bien se ha avanzado mucho en los últimos 50 años para reducir las brechas de género, las mujeres aún no participan en la fuerza laboral al mismo ritmo que los hombres en la mayoría de los países. De acuerdo a estudios realizados por el Banco Interamericano de Desarrollo, la participación laboral femenina en la región es de 58%, mientras que la masculina es de 82%. La causa de esto radica en que, especialmente en los mercados emergentes y los países de bajos ingresos el acceso de la mujer a la educación, los servicios financieros y los derechos legales sigue siendo limitados. Estas diferencias dan como resultado un menor poder económico para las mujeres, menores ahorros y pensiones y un menor crecimiento y desarrollo económico en estos países.
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