Cuando yo pasé, muchachos, el caballo estaba echado
Cuando yo pasé, muchachos, el caballo estaba echado

EVARISTO MARÍN

20/10/2019 05:00 am



Por siempre, Cumaná es –y será– la poesía de Andrés Eloy Blanco, la gloria de Sucre, la intemperancia de José Francisco Bermúdez. Lección de pasado, hermoso legado de presente. Eso es también Cumaná. “…la mano mojada de faena, la fruta de la mano ardua de cáscaras y muelle de corazón”. Caigüire es una larga calle que va al encuentro del golfo de Cariaco, por entre ese resplandor rojizo y negruzco de añejos tejados. El Manzanares es un canto a la frondosidad y al verdor. Al paso de su río, Cumaná tiene nombre sonoro, heredad de cumanagotos, azules de serranías de El Turimiquire. Las Charas y Pan de Azúcar prolongan, desde Cumanacoa, el dulzor de las cosechas, y Cumaná es entonces níspero y aguacate, jojoto y cambural, piña, gofio, casabe que se deshace entre las manos y ritmo alegre, costeño, de estribillo: 


Ay, Cumaná, quien te viera
y por tus calles paseara 
y a San Francisco fuera 
a misa de madrugada. 

Me queda la emoción de un largo y lejano conversar con Miguel Angel Marval. Su presencia nos acercó –con rumor de oleajes en San Luis y la amistad de Juan Gutiérrez y Domingo Luis Mendoza– a un muy diáfano entender de la fraternidad entre Margarita y Cumaná. Esa hermandad tiene, en mucho, el decir andaluz, los mismos apellidos, la misma alegre y dicharachera manera de ser, el gusto por la picardía humorística y el chiste, la pasión por el mar, por la música y por el canto.

Patiños y Salazares, Noriegas, Matas, Marcanos, Estabas, González. Andrés Eloy siempre habría de recordar cuando su padre estuvo confinado en Margarita –por opositor a Cipriano Castro, en los comienzos del siglo XX– y los margariteños, sin poderle ofrendar al valor de sus consultas médicas algo más que cariño y agradecimiento, le llevaban a la familia Blanco frutas de La Asunción y cestas con huevos y gallinas. 

En la Elegía a la Madre, A Un Año de tu Luz, está el recuerdo de su estancia margariteña. 
“Y la Virgen del Valle y del vallero,
perla para los buzos hacia arriba, 
madre del mar y de su marinero.” 

Pueblo abierto hacia los más lejanos confines del hombre, Cumaná tiene un barrio que se llama El Brasil y otro que se nombra Trinidad. El azul sin límites de las fronteras del mar. El cumanés de antes y los de ahora han tenido, como el margariteño, predilección por el cuatro y el truco, irrenunciable vocación por la porfía y las apuestas. Miguel Angel Marval, quien viene de sangre insular –de esa árida latitud de Las Marvales, cercana a la Laguna de la Arestinga, llegaron sus abuelos– da vigencia a la anécdota. Para Marval, los cumaneses más porfiados son los de Chiclana.  

De su voz y de sus vivencias escuché que cuando erigieron a Sucre su estatua en el Parque Gran Mariscal de Ayacucho, era muy común que en medio de la admiración que tal hecho suscitó, se reunieran allí cada domingo muchos parroquianos a conversar bajo frondosa sombra.


El cocotal y el bote cansado de faenas en el resplandor azul del golfo

Félix Patiño, legendario personaje de Chiclana, con gran aficción por la “caña blanca”, cierto día se empeñó en decir que el caballo del Mariscal había amanecido “con una pata encogida”, y se abrió en apuesta con su primo Ricardo –borrachos los dos, en horas mañaneras de un domingo– para saber si la pata delantera más corta del caballo es la derecha o la izquierda. Un cuarto de botella de ron El Muco sería el trofeo.

“Dígame Ud. Don Pedro, que es Maestro y todo lo sabe –y Patiño se interpuso al paso de Pedro Marval, tío abuelo de Miguel Angel y recordado preceptor escolar de Caigüire– cuando yo llegué esta mañana de Chiclana, el caballo del Mariscal tenía una pata más encogida que las otras. “¿Sabe usted cuál será?”. Pedro Marval, viéndolos en aquél estado de “jumera”, compendió al vuelo que aquello eran puras ganas de porfiar y les ofreció con su chispa margariteña, esta muy suspicaz y oportuna respuesta: “Sinceramente, muchachos, no lo sé. Cuando yo pasé muy temprano para el mercado, el caballo del Mariscal estaba echado...” y siguió hacia su casa, sonriente, con ganas de convertir en sancocho el mero fresco recién comprado.