Margarita de fiesta con la Virgen del Valle
“Hay una mujer que alienta a los soldados; les habla con ternura, les brinda pan y agua…” Esos relatos de los héroes de Matasiete anduvieron por muchas generaciones en la historia del pueblo insular

REDACCION ESTAMPAS

08/09/2019 08:30 am




Para el margariteño la fiesta de la Virgen del Valle es la madre de todas las fiestas. Eso ha sido así por siglos. Todavía para muchos viejos lugareños, alegrar sus recuerdos con los acordes del acordeón de Benjamín, el bandolín de Chilo Lunar y los valses, pasodobles y merenges de César Lárez y sus músicos, está entre lo más grandioso. Ahora son otros los ritmos, otros los músicos, otros los protagonistas del baile, pero aquellas grandes celebraciones en los bares La Ceiba y La Gloria parecieran estar para siempre, en cada septiembre, entre lo más inolvidable.

“Dios lo tenga en el bar La Gloria”, dice con jovial irreverencia el músico y compositor Perucho Aguirre cada vez que le recuerdan la ausencia eterna de algún parrandero amigo en el festejo.

En estos días la vida del margariteño, y de los millares de feligreses que acuden desde lo más lejano de la geografía nacional, transcurre en el Valle del Espíritu Santo, alrededor del santuario y de la fe en la santa patrona.

Leyenda e imaginación popular agrandan la fe en sus milagros. No es de extrañar, por tanto, que en henchida pasión y admirable fe, muchos dijeran haber percibido su presencia en los campos de batalla en los aciagos y lejanos días de la Guerra Magna.



La virgen marinera, esa virgen de los navegantes, capitana de rumbos seguros en las tormentas y desafiantes oleajes de los océanos, es a la vez la imagen venerada por la legendaria fe del aborigen guaiquerí y de los labriegos de Las Piedras y de La Sierra, entre maizales y cañaverales del alto verdor del Copey. Para el agricultor su presencia está en la dulce fragancia de los mameyes, mangos, pandelaños y nísperos.

No es de extrañar, por tanto, la connotación de Virgen Guerrera, que en la lucha por la independencia se le dio en el fragor de las batallas. “Hay una mujer que alienta a los soldados; les habla con ternura, les brinda pan y agua...” Esos relatos de los héroes de Matasiete anduvieron por muchas generaciones en la historia verbal y en los épicos cantares del pueblo insular. El escritor y ex gobernador Heraclio Narváez Alfonzo, rememora esa expresión en uno de sus libros.

Licha Estaba, maestra del Valle de Pedro González, rogó su intervención en las duras horas del devastador ciclón que azotara a Margarita en julio de 1933. En medio de la tempestad, ella clamaba, desesperada por un milagro, mientras la embarcación se hundía entre el fuerte oleaje, a poca distancia de la orilla de la playa. Cuando “La Astrea”, balandra de su esposo Pian Mata, quedó salva al cesar la furia de los vientos, ella llevó a su altar –en el Santuario de El Valle– una balandrita de oro, obra de los finos orfebres de San Juan Bautista.

El mismísimo Juan Bautista Arismendi –jefe supremo de la resistencia patriótica– exhortó “a una pública rogativa a la Santísima Virgen del Valle”, cuando la isla estaba bajo el bloqueo de la escuadra de Morillo y se esperaban con angustia tres botes enviados a las Antillas en busca de pertrechos y armamentos. ¡Los barcos pudieron burlar la vigilancia de la flota española! 

Para resguardar la venerada imagen, después que ésta estuvo por varios días oculta en la casa de la familia Carrasco –durante el saqueo realista al Valle del Espíritu Santo, en 1816– Francisco Esteban Gómez, el héroe de Matasiete, quien había sido sacristán en sus días juveniles, optó por trasladarla, bajo protección armada de los patriotas, al templo de Santa Ana del Norte. Solo fue regresada al Santuario del Valle cuando salió de Margarita el último contingente de soldados españoles.

Primero fue ella la santa patrona de los perleros, en Cubagua. A Margarita se le traerá después del ciclón y terremoto que convirtió en ruinas a Nueva Cádiz, en 1541. Para salvarla de las incursiones piratas, muchas veces los guaiqueríes la escondieron con su corona y sus joyas, cerro arriba, en la muy escarpada Cueva del Piache.

Para el margariteño, la Virgen del Valle está en todo. Por eso el fervor que acompaña sus rezos y sus cantos.
“Cante, cante, compañero,
 no tenga temor a nadie,
que en la copaemisombrero
 traigo a la Virgen del Valle”


Foto Leo Hernández 

LA RULETA DE MANUELITO
Manuelito Rosario siempre montó su “guaraña” (ruleta o casino ambulante, como también se le decía) bajo la frondosa sombra de una gran ceiba, en la cual, por muchos años, Facha Alfonzo sirvió sus famosos hervidos de gallina. Mesa y trompo complementaban la improvisada ruleta. ¡Voy al siete! ¡Voy al siete! ¡Voy al cinco! Manuelito captura ingenuos. Otras veces se vale del apoyo del “Negro de Petra” para estimular a los apostadores. “Busque la suerte, la ruleta está muy buena hoy”, pregona risueño el negro.

Con la mágica habilidad de sus manos, el Negro Venancio transfiere lo que puede a esa especie de talega oculta que siempre carga en la copa de su sombrero. Manuelito sabe que el “Negro” es muy tramposo, pero la ruleta da de sobra para los dos.

Toñito Carrasquel revive esas historias del festejo margariteño. Desde Punta de Piedras, su padre boticario, Darío Carrasquel, fue también al Valle, a las fiestas, en sus tiempos de muchacho y narraba que nunca Margarita las tuvo mejores.

 “Condenada de los diablos ¿y tú por aquí? ¿De dónde sales?” leo en una muy antigua narración escrita por Andrés Level, intelectual margariteño avecindado por muchos años en Cumaná. El saludo de las comadres que se veían, por casualidad, en las fiestas de la Virgen, parecía un ritual de fingidas maldiciones, envueltas en cachipo, con la misma dulzura de un piñonate.

Ninguna empanada más sabrosas que aquellas de cazón de Paula Elvira, de Lencha y Agapita, fritas con sabrosa manteca de cochino. Como olvidar el pan, los bizcochos y los suspiros mareros del “Morocho “Suniaga.

Una de las comadres cuenta que su muchacho trabaja en un tren de pesca de los Acosta en Pampatar. La otra se alegra y comenta. ¡Me saludas a ese gran carajo y a toda tu maldita generación!”. Esa era una manera de saludarse hasta en los tiempos cuando comenzaba el mandato de Gómez y el padre Eduardo de Jesús Vásquez oficiaba en el Valle sus primeras misas.